...Aquel encuentro en la sala de música del piso de la plaza Real fue el primero entre muchos más a lo largo de aquel verano de 1945 y de los años que siguieron. Pronto mis visitas al piso de los Barceló se hicieron casi diarias, menos los martes y jueves, días en que Clara tenía clase de música con el tal Adrián Neri. Pasaba horas allí y con el tiempo me aprendí de memoria cada sala, cada corredor y cada planta el bosque de don Gustavo. La Sombra Del Viento nos duró un par de semanas, pero no nos costó trabajo encontrar sucesores con que llenar nuestras horas de lectura. Barceló disponía de unas fabulosa biblioteca y, a falta de más títulos de Julián Carax, nos pseamos por docenas de clásicos menores y de frivolidades mayores. Algunas tardes apens leíamos y nos dedicábamos sólo a conversar o incluso a salir a dar un paseo por la plaza o a caminar hasta la catedral. A Clara le encantaba sentarse a escuchar los murmullos de la gente en el claustro y adivinar el eco de los pasos en los callejones de piedra. Me pedía que le describiese las fachadas, las gentes, los coches, las tiendas, las farolas y los escaparates a nuestro paso. A menudo, me tomaba del brazo y yo la guiaba por nuestra Barcelona particular, una que sólo ella y yo podíamos ver. Siempre acabábamos en una granja de la calle Petritxol, compatiendo un plato de nata o un suizo con melindros. A veces la gente nos miraba de refilón, y más de un camarero listillo se refería a ella como "tu hermana mayor", perom yo hacía caso omiso de burlas e insinuaciones...
domingo, 31 de agosto de 2008
Carlos Ruiz Zafón, La Sombra Del Viento
domingo, 10 de agosto de 2008
Alice
Alice despertó con el sonido del viejo reloj dando las campanadas de medianoche. La sábana con la que se había cubierto al acostarse tan sólo la tapaba hasta la cintura y caía por uno de los costados de la cama. La luz de la luna llena que se filtraba por la sucia ventana daba una singular luminosidad al escaso mobiliario de la estancia. El suelo de madrea crujió bajo sus pies al levantarse de la cama. Anduvo hasta el espejo colgado de la pared. El marco de éste estaba bellamente decorado con pequeños dibujos de oro y plata. El espejo le devolvió el reflejo de una niña de diez años de ojos color chocolate. Su cabello castaño oscuro y liso enmarcaba el delicado rostro de una muñeca piel blanca y pecas en las mejillas. . El viento penetraba por las rendijas y hacía danzar a las cortinas, creando siniestras sombras en su dulce cara.
Volvió la cabeza hacia la ventana. Fuera reinaba el silencio. Recordó la tarde anterior, cuando entró en el sótano de la casa abandonada, justo antes de que las bombas comenzasen a caer sobre la ciudad. En su inocencia, pensó que las bombas eran una tormenta y se durmió, abrazada a un peluche de un gato que había encontrado en la primera planta de la casa. Nunca había tenido un peluche, pues sus padres no podían permitirse tal lujo.
Subió las viejas escaleras y abrió la puerta que daba al exterior. Traspasó el umbral con el gato bien abrazado, como si tuviese miedo de perderlo.
Las casas a su alrededor habían sido convertidas en escombros, cristales inundaban las calles y los cuerpos inmóviles de los ciudadanos. Extrañada, se preguntó cómo podían estar durmiendo en la calle. La nieve caía dulcemente, cubriendo todo en un intento de devolver la normalidad al lugar. El cielo tenía un extraño color cobrizo.
También la casa abandonada detrás de ella había sufrido graves daños por las explosiones. Miró a su alrededor con horror. Tenía frío y no tenía nada con lo que arroparse. Iba descalza y el vestido blanco-azulado de tirantes le llegaba hasta la mitad de los muslos. Agarró con más fuerza al gato y comenzó a caminar de puntillas, con cuidado de no clavarse ningún cristal. Unas calles más allá encontró unos zapatos de su talla en una tienda de zapatos medio derruida. Cuando volvió a salir a la calle de nuevo el miedo la embargó por completo. No había caído en la cuenta de que toda la ciudad había sido reducida a escombros. Sus ojos se humedecieron. Comenzó a correr, desesperada, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, enrojecidas por el esfuerzo y el frío.
De vez en cuando paraba para coger aire, pero en seguida seguía corriendo, pues no podía soportar la imagen de la ciudad ni del cielo rojo.
Cuando llegó a las afueras de la ciudad, el cielo comenzaba a clarear a lo lejos.
Agotada y con los músculos entumecidos por el frío cayó sobre el césped, húmedo del rocío.
Cuando abrió los ojos estaba en la parte trasera de una lujosa limusina. Las piernas le dolían tanto que pensó que no podría moverlas y las costillas le dolían al respirar. Su cabeza estaba apoyada en las piernas de un joven. Éste miraba hacía las montañas que se abrían a lo lejos. Levaba el pelo cobrizo recogido en una coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda y varios mechones más cortos caían en suaves ondas sobre su rostro. La niña se movió un poco y el muchacho la miró. Sus ojos eran cálidos y la transportaron a un mundo soleado por unos instantes.
Alice buscó al gato por el asiento, pero no lo encontró. El joven, al ver que la niña miraba todo a su alrededor y sus ojos se llenaban de lágrimas preguntó:
-Suchst du das Kätchen? ¿Buscas al gatito?
La niña asintió con los ojos llenos de lágrimas. El muchacho le dijo algo al conductor y éste le dio el peluche, que estaba en el asiento del copiloto. La niña abrazó el gato aliviada. El joven sonrió y acarició el pelo de la niña con dulzura.
-¿Cómo te llamas?- preguntó
-Alice-. contestó la niña casi en un susurro- Gracias por rescatarme
Volvió la cabeza hacia la ventana. Fuera reinaba el silencio. Recordó la tarde anterior, cuando entró en el sótano de la casa abandonada, justo antes de que las bombas comenzasen a caer sobre la ciudad. En su inocencia, pensó que las bombas eran una tormenta y se durmió, abrazada a un peluche de un gato que había encontrado en la primera planta de la casa. Nunca había tenido un peluche, pues sus padres no podían permitirse tal lujo.
Subió las viejas escaleras y abrió la puerta que daba al exterior. Traspasó el umbral con el gato bien abrazado, como si tuviese miedo de perderlo.
Las casas a su alrededor habían sido convertidas en escombros, cristales inundaban las calles y los cuerpos inmóviles de los ciudadanos. Extrañada, se preguntó cómo podían estar durmiendo en la calle. La nieve caía dulcemente, cubriendo todo en un intento de devolver la normalidad al lugar. El cielo tenía un extraño color cobrizo.
También la casa abandonada detrás de ella había sufrido graves daños por las explosiones. Miró a su alrededor con horror. Tenía frío y no tenía nada con lo que arroparse. Iba descalza y el vestido blanco-azulado de tirantes le llegaba hasta la mitad de los muslos. Agarró con más fuerza al gato y comenzó a caminar de puntillas, con cuidado de no clavarse ningún cristal. Unas calles más allá encontró unos zapatos de su talla en una tienda de zapatos medio derruida. Cuando volvió a salir a la calle de nuevo el miedo la embargó por completo. No había caído en la cuenta de que toda la ciudad había sido reducida a escombros. Sus ojos se humedecieron. Comenzó a correr, desesperada, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, enrojecidas por el esfuerzo y el frío.
De vez en cuando paraba para coger aire, pero en seguida seguía corriendo, pues no podía soportar la imagen de la ciudad ni del cielo rojo.
Cuando llegó a las afueras de la ciudad, el cielo comenzaba a clarear a lo lejos.
Agotada y con los músculos entumecidos por el frío cayó sobre el césped, húmedo del rocío.
Cuando abrió los ojos estaba en la parte trasera de una lujosa limusina. Las piernas le dolían tanto que pensó que no podría moverlas y las costillas le dolían al respirar. Su cabeza estaba apoyada en las piernas de un joven. Éste miraba hacía las montañas que se abrían a lo lejos. Levaba el pelo cobrizo recogido en una coleta que le llegaba hasta la mitad de la espalda y varios mechones más cortos caían en suaves ondas sobre su rostro. La niña se movió un poco y el muchacho la miró. Sus ojos eran cálidos y la transportaron a un mundo soleado por unos instantes.
Alice buscó al gato por el asiento, pero no lo encontró. El joven, al ver que la niña miraba todo a su alrededor y sus ojos se llenaban de lágrimas preguntó:
-Suchst du das Kätchen? ¿Buscas al gatito?
La niña asintió con los ojos llenos de lágrimas. El muchacho le dijo algo al conductor y éste le dio el peluche, que estaba en el asiento del copiloto. La niña abrazó el gato aliviada. El joven sonrió y acarició el pelo de la niña con dulzura.
-¿Cómo te llamas?- preguntó
-Alice-. contestó la niña casi en un susurro- Gracias por rescatarme
...
Otra historia más escrita por mí. (Creo que ya es obvio por lo mal que escribo, pero bueno)
viernes, 8 de agosto de 2008
Victoria Francés, Favole (II)
En el camino entre la vida y la muerte, abrió los ojos por unos instantes al mundo de los espectros. Sorprendida, observó como una doncella fantasmal de cabellos cárdenos abrazaba su cuerpo sin vida y lamía la sangre de su falda...
-No, tu sangre es mi alimento; éste es el mundo de los espectros. La muerte es un ángel, ¿recuerdas?-respondió Favole.
"...Angelique...", susurraban las ráfagas de viento y nieve a su llegada.
Y antes ellas apareció un hermoso ángel de alas negras que sonreía dilcemente mientras iba dejando a su paso una senda de violetas deshojadas... Perséfone snrió al ángel de sus canciones, al tiempo que su alma desaparecía en la más absoluta felicidad. Jamás volvería a estar enferma...
Pro Favole continuaba en el mundo de los espectros mientras degustaba la sangre de un cuerpo recién fallecido y miraba de nuevo a la bella dama de alas negras. Su cabello era largo y oscuro, sus ropas permanecían extendidas en la nieve y cientos de mariposas violáceas revoloteaban a su rededor.
Como si de un sueño se tratase, la hrmosa dama se agachó ante Favole y le acarició el rostro. Volvió a sonreír y desapareció, llevándose consigo el alma de la niña...
Un sendero interminable de violetas comenzó a formarse en la nieve y Favole, impulsada por una fuerza superior, se alzó siguiendo aquel rumbo. A lo lejos, un castillo imponente se alzaba sobre el país de los espectros...
martes, 5 de agosto de 2008
Victória Francés, Favole
3.Gélida Luz
Angelique Violetas en el Hielo
"La muerte es un ángel", cantaba Perséfone, la niña enfermiza que soñaba con ser mujer, bailar en salones con cientos de pretendientes y vivir en un cuento de brujas y fantasmas.
Su mirada lánguida de muñeca triste cruzaba constantemente el ventanal de su cabaña, donde la nieve caía dulcemente y cubría el camino hacia el bosque. Perséfone estaba acostumbrada a la enfermedad desde su nacimiento y, aunque el frío de la nieve fuese mortal para ella, decidió salir aquella mañana, dar un pequeño paseo por el bosque y sentir el frío que su madrastra le prohibía constantemente... no sin antes espolvorearse el rostro blanco como la nieve, pintar de carmín un corazón en sus labios y peinarse los bucles de ébano.
Ataviada como una hermosa princesa, salió de la cabaña y se adentró en el bosque helado, mientras mordía una manzana tan roja como la sangre... hacía mucho frío, tanto que las piernas en ocasiones parecían no obedecerla y el pecho se amorataba dolorosamente. Agotada, decidió asentar el cuerpo en la nieve y se puso a temblar.
"Rojos como la sangre son tus labios, Angelique, negras tus alas de muerte cuando vengas a por mí...", cantaba la niña y, sin motivo, comenzó a sangrar debajo de la falda morada y corrumpió la pureza de la nieve... Su primera menstruación había llegado y, con ella, el fin de su infancia.
De repente, un cortejo de mariposas víoláceas le cruzó por delante del rostro y, a causa del sobresalto, un bocado de la manzana obstruyó la garganta de la niña.
El frío de la nieve y la roja manzana se inyectaron como un veneno letal en la muchacha, que falleció de asfixia, en plena pubertad.
Angelique Violetas en el Hielo
"La muerte es un ángel", cantaba Perséfone, la niña enfermiza que soñaba con ser mujer, bailar en salones con cientos de pretendientes y vivir en un cuento de brujas y fantasmas.
Su mirada lánguida de muñeca triste cruzaba constantemente el ventanal de su cabaña, donde la nieve caía dulcemente y cubría el camino hacia el bosque. Perséfone estaba acostumbrada a la enfermedad desde su nacimiento y, aunque el frío de la nieve fuese mortal para ella, decidió salir aquella mañana, dar un pequeño paseo por el bosque y sentir el frío que su madrastra le prohibía constantemente... no sin antes espolvorearse el rostro blanco como la nieve, pintar de carmín un corazón en sus labios y peinarse los bucles de ébano.
Ataviada como una hermosa princesa, salió de la cabaña y se adentró en el bosque helado, mientras mordía una manzana tan roja como la sangre... hacía mucho frío, tanto que las piernas en ocasiones parecían no obedecerla y el pecho se amorataba dolorosamente. Agotada, decidió asentar el cuerpo en la nieve y se puso a temblar.
"Rojos como la sangre son tus labios, Angelique, negras tus alas de muerte cuando vengas a por mí...", cantaba la niña y, sin motivo, comenzó a sangrar debajo de la falda morada y corrumpió la pureza de la nieve... Su primera menstruación había llegado y, con ella, el fin de su infancia.
De repente, un cortejo de mariposas víoláceas le cruzó por delante del rostro y, a causa del sobresalto, un bocado de la manzana obstruyó la garganta de la niña.
El frío de la nieve y la roja manzana se inyectaron como un veneno letal en la muchacha, que falleció de asfixia, en plena pubertad.
viernes, 1 de agosto de 2008
Alice Sebold, Desde Mi Cielo
"Me llamo Salmon, como el pez; de nombre, Susie. Tenía catorce años cuando me asesinaron, el 6 de diciembre de 1973. Si veis las fotos de niñas desaparecidas de los periódicos de los años setenta, la mayoría eran como yo: niñas blancas de pelo castaño desvaído. Eso era antes de que en los envases de cartón de la leche o en el correo diario empezaran a aparecer niños de todas las razas y sexos. Era cuando la gente aún creía que no pasaban esas cosas.
En el anuario de mi colegio yo había escrito un verso de un poeta español por quien mi hermana había logrado interesarme, Juan Ramón Jiménez. Decía así:" Si te dan papel rayado, escribe de través". Lo escogí porque expresaba mi desdén por mi entorno estructurado en el aula, y porque al no tratarse de la tonta letra de un grupo de rock, me señalaba como una joven de letras. Yo era miembro del Club de Ajedrez y del Club de Químicas, y en la clase de ciencias del hogar de la señoritra Delminico se me quemaba todo lo que intentaba cocinar. Mi profesor favorito era el señor Botte, que enseñaba biología y disfrutaba estimulando a las ranas y los cangrejos que teníamos que diseccionar, haciéndoles bailar en sus bandejas enceradas.
No me mató el señor Botte, por cierto. No creáis que todas las personas que vais a conocr aquí son sospechosas. Ese es el problema. Nunca sabes. El señor Botte estuvo en mi funeral (al igual que casi todo el colegio, si se me permite decirlo; nunca he sido más popular) y lloró bastante. Tenía una hija enferma. Todos lo sabíamos, de modo que cuando se reía de sus propios chistes, que ya estaban pasados de moda mucho antes de que yo lo tuviera como profesor, también nos reíamos, a veces con una risa forzada, para dejarlo contento. Su hija murió un año y medio después que yo. Tenía leucemia, pero nunca la he visto en mi colegio..."
...
Mi último libro adquirido, algo maltratado porque estaba en un quiosco. Hace bastante había oído hablar sobre él nada m´s saber de su existencia lo apunté en mi gran lista de libros que me gustaría leer.
Por primera vez en mucho tiempo mi padres han aceptado regalarme un libro y, aunque tan solo haya leído la primera página, tengo la sensación de haber escogido bien el libro.
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