lunes, 20 de octubre de 2008

Entre risas y lavandas, entre rocas y olivos caminas a mi lado. Tierras, añiles, escalinatas, un pueblo, mariposas de alas cristalinas en un trozo de papel partícipes silenciosas de nuestro amor.
A lo lejos la figura grácil de un pequeño felino que atento observa nuestro devenir cogidos de la mano. Permanece quieto, mirándonos, sumándose a la complicidad de todo lo que nos rodea, de nuestras voces, nuestra presencia, nuestras miradas.
Juguetón, maúlla, gira panza arriba reclamando caricias, dejándose hacer con los ojos entrecerrados y un ronroneo creciente. Un poco más abajo, un perro celoso pretende, con insistentes ladridos, muestras de cariño también para él.
Nos miramos sorprendidos, imposible evitar una carcajada. Me tomas entre tus brazos, me besas y el mundo desaparece: sólo tú, sólo yo, nosotros.
Nuevas risas nos regresan a la realidad. No hay misterios, sólo nosotros bajo el techo del que cuelga un ventilador con sus aspas quietas, mientras el tiempo da otro giro hacia nuestro pasado, presente y futuro.


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No recuerdo de donde saqué este texto...

viernes, 17 de octubre de 2008


"Nunca me gustaron los hospitales, aunque a medida que me fui acostumbrando a ellos mi asco por aquel ambiente aséptico fue desapareciendo hasta convertirse casi en rutina. Aquel día me iban a hacer la enésima prueba en lo que iba de año, en un proceso que se había convertido en algo tan rutinario que, lejos de generarme cualquier inquietud, me invitaba al bostezo. Como casi siempre, me llamaron con retraso para esperar a la puerta de las cabinas de rayos X. Me apoyé en la pared y miraba donde podía para pasar el rato. Por el pasillo pasaba bastante gente. Muchos viejos y bastantes batas blancas. De vez en cuando alguien abría una puerta y cantaba una retahíla de nombres entre los que no estaba el mío. Paciencia. De repente, un médico se detuvo junto a mí y se paró a hablar con un señor mayor que esperaba a mi lado, también apoyado en la pared. Por la conversación, supe que se conocían de hace tiempo y supuse que estaba tratando a alguien muy cercano. El viejo, vestido con un abrigo clásico y con cierto punto de elegancia, dijo un par de términos médicos y noté como se le iba la voz cuando le dijo: “está muy mal”. Al médico le dio tiempo a poco más que a alguna palabra cargada más de ánimo para la lucha que de esperanza antes de que se abriera la puerta de la cabina de los rayos X y saliera abrochándose el último botón de la chaqueta de lana y caminando centímetro a centímetro una mujer pequeña y delgada con el pelo blanco recogido en un moño. Cuerpo diminuto avanzando en pasos diminutos. Y entonces lo vi. Vi como ella levantó la vista y miró a su marido con unos ojos que yo no había visto nunca. Quizá era pena, quizá cansancio, quizá tristeza, pero de lo que no dudé nunca era de la entrega y el amor que había en aquella mirada. De como el vínculo que unía a aquellas dos personas era más fuerte que cualquiera de las pasiones que yo hubiera sentido en mi vida. Y allí, en lo que quizá fuera la antesala de su muerte, sentí que aquella señora diminuta, débil y enferma me había dado una lección de vida. Paso a paso, centímetro a centímetro, recorrió en una eternidad los escasos metros que le separaban de su marido y otro escalofrío me recorrió el cuerpo al ver que aquel sentimiento era total y absolutamente correspondido. Así se cogieron del brazo y se marcharon lentamente por el pasillo del hospital mientras la enfermera me llamaba a las pruebas. Fue, sin duda, la demostración de amor más intensa que he visto en toda mi vida."

domingo, 12 de octubre de 2008

Diane Setterfield, El Cuento Número Trece

Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorables heroísmos que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran.; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriññaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me perditían inventarme historias basándome en unas cuantas palabrasc cuyo significado intuía. Libros.Libros. Y más libros.
En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había acumulado mediante mis caprichosas lecturas en la librería. <<¿ Carlomagno?-pensaba-.¿ Mi Carlomagno? ¿ El Carlomagno de la librería? >> En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea coolosión de dos mundos que no tenían nada más en común.