lunes, 1 de junio de 2009

Anne Rice, La Hora de las Brujas


Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que debía ir, pese a que odiara aquella casa, a Carl y todo lo que sabía de aquella gente. Sí, debía ir.
Por supuesto, no siempre había sentido lo mismo. Cuarenta y dos años atrás, cuando acababa de llegar a esta parroquia ribereña procendente de Saint Louis, las Mayfair le habían caído bien, incluso la malhumorada y voluminosa Nancy, la dulce señorita Belle y la bella señorita Millie. Le habían encantado aquellos enormes y empañados espejos y los retratos de los antepasados antillanos detrás de los cristales sucios.
Y también le gustó la pequeña Deirdre, aquella chiquilla tan bonita de seis años que apenas llegó a conocer y que sufrió una situación tan trágica sólo doce años más tarde. ¿No decían los libro de texto que los electroshocks podían borrar completamente la memoria de una mujer adulta y convertirla en un silencioso armazón? Ella permanecía encerrada en sí misma, con la mirada fija en la lluvia que caía, mientras una enfermera le daba de comer con una cuchara de plata.
¿Por qué lo habían hecho? No se había atrevido a preguntarlo, pero le habían explicado variaas veces que era para curarla de los <>, pues gritaba<> en una habitación vacía a alguien que no estaba allí, a alguien a quien maldecía sin cesar por la muerte del padre de su hija ilegítima.
Deirdre. Llorar por Deirdre. Él había llorado mucho por ella, y nadie excepto Dios sabía cuánto y por qué, pero el padre Mattingly nunca lo olvidaría. Toda su vida recordaría la historia que la muchachita le había le había contado en el confesionario, una muchachita que había desperdiciado su vida en aquella casa enmarañadamente misteriosa mientras el mundo exterior galopaba hacia su propia condena.

No podíua evitar pensar en todas las historias que había oído sobre las mujeres Mayfair. ¿Qué era el vudú sino un culto del demonio? ¿Y qué pecado era peor: el asesinato o el suicidio? Sí, allí medraba el mal. Oía a la muchachita Deirdre hablándole al oído y percibía el mal mientras se apoyaba en la verja de hierro, mientras miraba la croteza áspera y oscura de las ramas de roble que se agitaban en lo alto.
Se secó la frente con el pañuelo. ¡La pequeña Deirdre le había dicho que había visto al demonio! ahora oís su voz con tanta claridad como la había oído en el confesionaario décadas atrás. Y también oía sus pasos cuando huía corriendo de la iglesia, de él, de su incapacidad para ayudarla.

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