domingo, 12 de octubre de 2008

Diane Setterfield, El Cuento Número Trece

Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno u otro con más o menos acierto. Leía cuentos sangrientos de memorables heroísmos que los padres del siglo XIX consideraban apropiados para sus hijos e historias góticas de fantasmas que decididamente no lo eran.; leía relatos de mujeres solteras vestidas con miriññaques que emprendían arduos viajes por tierras plagadas de peligros, y leía manuales sobre decoro y buenos modales dirigidos a señoritas de buena familia; leía libros con ilustraciones y libros sin ilustraciones; libros en inglés, libros en francés, libros en idiomas que no entendía, pero que me perditían inventarme historias basándome en unas cuantas palabrasc cuyo significado intuía. Libros.Libros. Y más libros.
En el colegio no hablaba de mis lecturas en la librería. Los retazos de francés arcaico que había ojeado en viejas gramáticas se reflejaban en mis redacciones y, aunque mis maestros los tachaban de faltas de ortografía, nunca lograron erradicarlos. De vez en cuando una clase de historia tocaba una de las profundas pero aleatorias vetas de conocimiento que yo había acumulado mediante mis caprichosas lecturas en la librería. <<¿ Carlomagno?-pensaba-.¿ Mi Carlomagno? ¿ El Carlomagno de la librería? >> En esas ocasiones permanecía muda, pasmada por la momentánea coolosión de dos mundos que no tenían nada más en común.

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