miércoles, 3 de febrero de 2010

Anne Rice, La Hora de las Brujas


Se quedó delante de la puerta de hierro mientras el taxi se alejaba, envuelta en el murmullo del silencio. Era imposible imaginar una casa más desoladora ni prohibida.La inclemente luz de las farolas de la calle se filtraba como si fuera la luna llena entre las ramas de los árboles, y se derramaba sobre las lajas cuaerteadas, los escalones de mármol cubiertos de por un lecho de hojas secas, las gruesas columnas acanaladas con la pintura blanca que se descascarillaba, con manchas negras de humedad, los ruinosos tablones del porche que llegaban irregulares hasta la puerta abierta por la que salía una luz débil que no paraba de parpadear.
Lentamente paseó sus ojos por los postigos cerrados y por el jardín salvaje. Caía una llovizna muy fina desde que había salido del hotel - casi tan fina como la neblina - , que dejaba el asfalto resplandeciente, y le llegaba con suavidad a la cara y los hombros.
"Aquí pasó mi madre toda su vida", pensó Rowan. Aquí había nacido su madre. Aquí se sentó Ellie junto al ataúd de Stella.
¿La puerta estraba abierta para ella? ¿Para darle la bienvenida? El marco de madera parecía una boca gigante, ancho en la base y más estrecho en lo alto. ¿Dónde había visto este tipo de quicio en forma de cerradura? En el panteón del cementerio de Lafayette.Qué irónica, porque esta casa también había sido la tumba de su madre.

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