Allí, a gran profundidad bajo el suelo, había azucenas blancas y de brillo ceroso, relucientes con las gotitas de humedad, y rosas en todos los tonos, del rojo al rosado más pálido, a punto de caer de sus tallos. Aquella cámara era una capilla, con el suave parpadeo de las lámparas votivas y el perfume de mil ramos de flores.
los muros estaban pintados al fresco como los de una antigua iglesia italiana, con pan de oro en los dibujos. Sin embargo, las imagénes no eran los de unos santos cristrianos.
Palmeras egipcias, el desierto amarillo, las tres pirámides, las aguas azules del Nilo. Y los hombres y mujeres egipcios con sus barcas de gráciles formas surcando el río, los peces multicolores de sus profundidades, los pájaros de alas púrpura en el aire.
Y el oro presente en todo ello, en el sol que brillaba en los cielos, en las pirámides que relucían a lo lejos, en las escamas de los peces y las plumas de las aves, y en los ornamentos de las esbeltas y delicadas figuras egipcias que permanecían inmóviles, mirando al frente, en sus largas y estrechas embarcaciones verdes.
Cerré los ojos un momento. Los abrí lentamente y vi el conjunto de la cámara como un gran santuario.
Hileras de lirios sobre un altar bajo de piedra que sostenía un inmenso sagrario de oro, un tabernáculo labrado de refinados bajorrelieves con los mismos dibujos egipcios. Y una corrientre de aire que llegaba entre profundas grietas de la roca, agitando las llamas de las lámparas perpetuas y meciendo las grandes hojas, como palas verdes, de los lirios que se alzaban en sus recipientes de agua, despidiendo su perfume embriagador.
Casi no repiraba cuando las puertas de oro se abrieron por completo, retirándose hasta dejar a la vista dos espléndidas figuras egipcias, un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro.
La luz bañó sus rostros finos, delicadamente esculpidos, y sus blancas extremidades, decorosamente dispuestas. Y destelló en sus ojos oscuros.
Me dije que, si acaso , podría tocar el revés de la mano de la figura masculina sin que ello pareciera tan sacrílego; sin embargo, lo que deseaba realmente era tocar el rostro de la mujer. Por fin, alcé los dedos hasta las mejillas de la estatua femenina. Y con gesto titubeante, dejé que las yemas rozaran la blanca piedra. A continuación, clavé la mirada en sus ojos.
Lo que estaban tocando mis dedos no podía ser piedra. No podía... Más bien tenía el mismo tacto que... Y en los ojos de la mujer había algo... algo que...
Antes de que mi mente pudiera reaccionar, mis pies retrocedieron.